sábado, 30 de marzo de 2013

El despertar de las cofradías en Elche en el siglo XIX: entre la Ilustración y el Neocatolicismo

Este artículo ha sido publicado en:
CAÑESTRO DONOSO, A., “El despertar de las cofradías en Elche en el siglo XIX: entre la Ilustración y el Neocatolicismo”, Revista de Semana Santa. Elche: Junta Mayor de Cofradías y Hermandades de Semana Santa, 2012, pp. 87-94
 
El despertar de las cofradías en Elche en el siglo XIX:
entre la Ilustración y el Neocatolicismo.
Alejandro Cañestro Donoso

 
Es ella, en efecto, más bella que el sol,
supera a todas las constelaciones;
comparada con la luz, sale vencedora.
(Sabiduría, 7: 29)

 
La Semana Santa de la ciudad de Elche, tal y como se la conoce en la actualidad, ha pasado por diversas etapas a lo largo de su dilatada historia que la han configurado de un modo particular. Indudablemente, mucho de ese protagonismo ha recaído y recae en sus cofradías, aquellas agrupaciones de fieles cuyo principal objetivo es el culto, el cuidado y la procesión de una imagen ya sea de la Virgen, de Cristo o de algún santo de singular veneración. Si se hace un poco de historia, se aprecia que hay antecedentes remotos constatados documentalmente sobre la procesión del Domingo de Ramos y otros días, en concreto un acta municipal del año 1371 en la que se acuerda repartir a la caridad cien sueldos dicho día y la celebración de procesiones lunes, martes y miércoles para "librarse de los moros".



Consecuentemente, los siglos de la Edad Moderna serán los encargados de articular la Semana Santa de Elche y sus peculiaridades, teniendo un especial protagonismo el tan esplendoroso siglo XVIII, prolijo para el desarrollo del arte y la arquitectura y, por consiguiente, muy favorable para el desarrollo de esas primigenias cofradías conocidas, que ven en este momento un auge hasta entonces desconocido de la misma forma que el exquisito aderezo de las imágenes, que se ve resaltado y potenciado con ricos textiles y exquisita platería, siempre al amparo de los últimos ecos del Concilio de Trento y la Reforma católica, iniciada a mediados del siglo XVI. Puede decirse, sin ningún tipo de dudas, que el gran siglo no sólo para el arte regional sino para cualquier ámbito (económico, político, social, demográfico, etc.) es ese siglo XVIII. El fiel reflejo de ese esplendor fue la presencia en estas tierras de magníficas piezas de arte traídas de los más prestigiosos obradores y talleres, como el tabernáculo de mármoles de la iglesia de Santa María, cuando no se recurrió a los más reputados artistas, como Nicolás de Bussy, Jaime Bort, José Esteve Bonet, o el mismo Francisco Salzillo, a quien se requiere para que reconozca la caja del órgano de Santa María, desaparecido malogradamente en los años de la Guerra Civil. Incluso, gran parte de los elementos pasionales (las imágenes y sus aderezos, los pasos o los protocolos) que han llegado a nuestros días son puramente dieciochescos, siendo un ejemplo de todo ello la indumentaria que lucían los alets, que rezumaba aires plenamente barrocos, lo que denota de entrada una notoria implantación del Barroco como estilo oficial de la Europa de la Edad Moderna.



El panorama anterior a la Edad Moderna resulta complejo de precisar ante la carencia documental, por lo que la historia de la Semana Santa y, por extensión, la de sus cofradías, tendrá irremediablemente que centrarse en el desarrollo habido a partir del siglo XVI, momento en que se crea la Cofradía de la Sangre de Cristo, con sede en el antiguo Hospital renacentista –actual Casa de la Festa, en la calle Major de la Vila– hasta su traslado a la girola de la basílica de Santa María, si bien es cierto que este presente texto únicamente se ocupará de aquella situación ocurrida en torno a los años centrales del siglo XIX, quedando, por tanto, para otro estudio mayor y más profundo la situación general y la historia de nuestra Semana Santa.



El movimiento contrarreformista que había tenido en las formas barrocas su más perfecta imagen material y espiritual vino con fecha de caducidad al introducirse en España, procedentes de Francia, las ideas de la Ilustración, otra corriente en la que participaron activamente tanto grandes personajes de la intelectualidad –tal es el ejemplo de Jovellanos, Olavide y Campomanes– como destacadas dignidades eclesiásticas, caso del Cardenal Luis Belluga y Moncada y, en nuestro ámbito geográfico alicantino, del magnánimo obispo Josef Tormo y Juliá (1767-1790), que anduvo preocupado no sólo por las cuestiones meramente pastorales sino también por aquello que estaba relacionado con las necesidades de su pueblo, como la traída del agua potable a nuestra ciudad o la construcción de puentes o acueductos en otros pueblos de la diócesis de Orihuela. Fue sin duda Tormo un adelantado a su tiempo, un introductor de los incipientes postulados ilustrados, enmarcados dentro del nuevo estilo artístico oficial, el Neoclasicismo, cuyo eje principal sería la vuelta al Renacimiento romano del siglo XV pero interpretado desde una óptica diferente, desde la óptica de los finales del XVIII y con las técnicas y los medios más modernos y actualizados. En el obispo Tormo se conjugan la figura del obispo príncipe, promotor de las artes, y la del obispo reformador y juez, según queda testimoniado en las múltiples acciones que emprendió bajo su episcopado. Con todo, y a pesar de la asimilación de los ideales renovados de la Ilustración francesa, Tormo no prescindirá totalmente de su pasado contrarreformista tal y como se deja ver en dos momentos de su acción: la supresión de la escena de la judiada del Misteri d’Elx y la tan llamativa orden de 1778 de colocar en la girola de la basílica de Santa María los instantes más representativos de la Pasión de Cristo, aislados y solitarios –Cristo atado a la columna, el Ecce Homo, Jesús con la cruz a cuestas, Jesús crucificado y el Resucitado–, algo que a todas luces sigue las disposiciones que sobre las imágenes de culto indicaba el Concilio de Trento.



Sin embargo, el siglo XIX, tan convulso como enigmático, y su protagonismo apenas han sido puestos de relieve como el antecedente más cercano de nuestra Semana Santa, pues no debe olvidarse que en torno a 1850-1865 se crean la mayoría de las cofradías de Elche bajo un marco especialmente singular, algo que en contadas ocasiones ha tenido la atención oportuna, ya que muchas veces se ha comentado el surgimiento de más y más cofradías en torno a los años centrales de la decimonónica centuria sin dar mayor justificación. Es este momento, junto con el boom de los años 80 y 90 del siglo XX, el responsable de la creación y configuración de la Semana Santa que hoy conocemos. Precisamente lo que se pretende con este estudio es una aproximación a las causas del nacimiento de tantas cofradías en los años centrales del siglo XIX, intentando explicarlas desde un punto de vista espiritual y religioso, lo que deberá completarse con la faceta económica, social y demográfica propia de la ciudad de Elche de entonces, que asimismo experimentan un notable crecimiento. Sería complejo, por tanto, abordar la totalidad de esas circunstancias, por lo que únicamente se atenderá a aquellas vicisitudes de un carácter más general, a nivel nacional, que serán las que puedan empezar a explicar ese despertar de las cofradías en Elche.



Tras el agotamiento de las ideas contrarreformistas y su posterior claudicación, como ya se ha apuntado, por los miembros de la intelectualidad en general y de la jerarquía eclesiástica diocesana en particular, se daba paso a la mente aperturista que trajo consigo la Ilustración. Pero dicha renovación tendría asimismo los días contados en los mediados del siglo XIX ya que se producirán algunos acontecimientos que provocarían una vuelta forzada a los aires de la Contrarreforma, iniciándose en ese sentido lo que se puede denominar como Neocatolicismo, es decir, una revisión, una reinterpretación y una actualización de aquellos valores religiosos que propugnaba el Concilio de Trento y una consecuente vuelta a los aires de la España imperial y barroca, llegando incluso a producirse algunas obras de arte que podrían ser calificadas como neobarrocas, lo que denota una manifiesta recuperación de los años de esplendor de la Iglesia y la monarquía hispánica.



Son multitud los cambios políticos e ideológicos que se dieron cita durante el siglo XIX en España, especialmente desde la muerte del rey absolutista Fernando VII y el problema de su sucesión, pasando por la alternancia en el poder de los partidos políticos de ideas progresistas y los de ideas moderadas, momento en que las relaciones de la Iglesia Católica con el Estado tienen un papel preponderante y atraen la atención de una forma inaudita ante el rechazo anterior de tantas concesiones a las jerarquías eclesiásticas por parte de los liberales, lo que estribó en una situación compleja para la Iglesia, tan falta de fuerza en ese siglo pero que tanto protagonismo había tenido en épocas anteriores, llegando a darse incluso en tiempos de los más famosos reyes católicos –Fernando de Aragón, Isabel de Castilla, Carlos V, Felipe II– un panorama en el que quedaban completamente fusionados la Corona y la Iglesia por las especiales inclinaciones personales de los monarcas hispánicos. Dicha visión quedará mucho más definida conforme vaya avanzando el tiempo y los reyes del último tercio del siglo XVIII –Carlos III y Carlos IV– así como los del siglo XIX tendrán claro, a pesar de declarar abiertamente su inclinación manifiesta hacia el Catolicismo, cuál sería el justo papel de la Iglesia en su gobierno.


Como es lógico y notorio, desde los órganos superiores de la nación y desde la monarquía siempre se atendieron estas cuestiones de las procesiones y las cofradías como algo de carácter preferente, como queda patente, por ejemplo, ya en tiempos del rey Enrique IV, quien en 1462 emite una ley de "Revocación y prohibición de cofradías y cabildos, no siendo para causas pías y con Real licencia". Hasta bien avanzado el siglo XVIII no volverá a tenerse noticia documental a nivel estatal sobre las cofradías, momento en que Carlos III extingue, por Real Resolución de 25 de junio de 1783, las "cofradías erigidas sin autoridad Real ni Eclesiástica". Uno de los registros escritos más curiosos del momento, que expone un gran respeto hacia la Semana Santa y una atención especial por parte del monarca del momento, es el que cuenta el bando de 20 de marzo de 1799, cuyo texto, reproducido aquí por su interés tan peculiar, es del tenor siguiente:


"Por bando de 20 de marzo de 1799, publicado en Madrid y repetido en 5 de abril de 1802, se prohíbe que en toda la carrera de las procesiones de Semana Santa se vendan ramos, flores, limas, tostones ni otros comestibles, y que alumbren mujeres en ellas, pena de 20 ducados y 20 días de cárcel; que ninguna persona profiera palabras deshonestas, ni haga acciones impuras, pena de 20 ducados aplicados en la forma ordinaria y 15 días de cárcel; y que en los trajes se guarde la decencia y moderación correspondiente a la memoria de los Misterios de nuestra Sagrada Religión, que en estos días se celebran; que desde el Jueves Santo, celebrados los Divinos Oficios, hasta el sábado siguiente en que se haya tocado a gloria, ninguna persona ande en coche ni otro carruaje, ni rueden ellos, pena de 50 ducados para el Juez, Cámara y denunciador por terceras partes; pues en caso de que para diligencia precisa e indispensable tenga que salir de la provincia, ha de preceder licencia por escrito del Alcalde del cuartel, pena de 50 ducados al que se aprehenda sin este requisito; que en dichas procesiones y en otras del año, ni fuera de ellas, ninguno puede andar disciplinante, aspado, ni en hábito de penitente; y al que así se hallare, como a los que le acompañen, se imponga la pena de 10 años de presidio y 500 ducados para los pobres de la cárcel, siendo noble, y al plebeyo 200 azotes y dos años de presidio en calidad de gastador".


La Iglesia Católica sufrió muchos ataques frontales en el curso de dicho siglo XIX, por lo que a priori no sería extraño pensar que quedara excesivamente debilitada, sobre todo a raíz de las dos Desamortizaciones practicadas, que tuvieron como objeto la expropiación de una gran cantidad de bienes de la Iglesia en nuestro país con el fin de paliar la grave situación por la que atravesaba la Hacienda nacional. Ciertamente, ese punto de inflexión podría ser equiparado a la barbarie efectuada en los días previos al inicio de la Guerra Civil, cuando buena parte del patrimonio eclesiástico –de gran riqueza y valor espiritual y material– fue pasto de las llamas, cuando no de los destrozos indiscriminados.



Empieza a atisbarse, sin embargo, un proceso lento y pausado de revitalización de la Iglesia tras el gobierno de los liberales, que apostaban por otorgar a la Iglesia "un papel puramente espiritual y filantrópico, en el cual la religión fuera ‘pura, pacífica, perfecta’, un complemento natural de la sociedad secular". Ese proceso puede decirse que fue iniciado, entre otros aspectos, con la creación de una Asociación Católica voluntaria en 1843, cuyo fin principal sería "defender la Religión Católica que está consignada como Religión de las Españas en el código fundamental de la Nación". En este sentido, la alusión a los textos constitucionales está más que clara, advirtiéndose ya en la Constitución liberal de 1812 un protagonismo notable de la Iglesia, pues en el mismo prefacio preside la siguiente expresión:


"En el nombre de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la sociedad".


En su artículo 12 (título II) se indica que:


"la religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única, verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra".


En 1837, la reina Isabel II "por la gracia de Dios" elabora otra Constitución en la que hace menos concesiones a la Iglesia, tal y como queda patente en su artículo 11:


"La Nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la Religión Católica que profesan los españoles".


Años más tarde, la misma reina decidirá que:


"la Religión de la Nación española es la Católica, Apostólica y Romana. El Estado se obliga a mantener el culto y sus ministros" (artículo 11, Constitución de 1845).


Entre este texto legislativo y el siguiente –Constitución de 1869, en la recién instaurada I República– tendrá lugar el Concordato celebrado entre Su Santidad y Su Majestad católica, cuyo texto reviste un especial interés en relación a este tema, aunque su desglose deberá forzosamente corresponder a una investigación más amplia sobre la Semana Santa de Elche. En suma, el panorama oficial y constitucional de la primera mitad del siglo XIX era favorable, en mayor o en menor grado, tanto a la Iglesia Católica como a su culto, lo que verdaderamente justifica la presencia de tantas cofradías en la ciudad de Elche. Incluso la Constitución de 1869, en plena República y con aires marcadamente anticlericales, en su artículo 21 expone que:


"la Nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la religión católica. El ejercicio público o privado de cualquiera otro culto queda garantizado a todos los extranjeros residentes en España, sin más limitaciones que las reglas universales de la moral y del derecho".


Este nuevo movimiento neocatólico, que cogerá el impulso definitivo bajo el marco político de la Restauración borbónica, como se ha visto, queda apoyado perfectamente en los numerosos textos de la época, especialmente con la Constitución de 1876 cuyo artículo 11 refiere que:


"La Religión Católica, Apostólica, Romana, es la del Estado. La nación se obliga a mantener el culto y sus ministros. Nadie será molestado en el territorio español por sus opiniones religiosas ni por el ejercicio de su respectivo culto, salvo el respeto debido a la moral cristiana. No se permitirán, sin embargo, otras ceremonias ni manifestaciones públicas que las de la Religión del Estado".


En medio de este ambiente tan irregular de idas y venidas con la Iglesia, casi milagrosamente tiene lugar en Elche el despertar de las cofradías de Semana Santa, creándose por tales fechas un total de siete hermandades, aunque también se ampliaron las existentes, caso del grupo escultórico del Ecce Homo, presidido por un Cristo maniatado atribuido con mayor o menor acierto a Nicolás de Bussy, al que se añaden en 1859 las imágenes de Pilatos y un guardia romano, salidas de la gubia del escultor Antonio Riudavest (en algunos otros textos aparece como Riudarest, Ruidavest o Riudavets, tratándose en todas las ocasiones del mismo imaginero), quien trabajará para varias cofradías ilicitanas, como el Descendimiento y la Oración en el Huerto, mientras que los grupos escultóricos de la Samaritana y San Juan y la Virgen fueron obra de Francisco Pérez Figueroa, valenciano igualmente como Riudavest.



Puede decirse, por tanto, que el auténtico germen de la Semana Santa, a excepción de la primigenia Cofradía de la Sangre de Cristo creada en el siglo XVI, corresponde al siglo XIX, pues en él nacen un total de ocho cofradías en el breve lapso de tiempo desde 1852 a 1865, lo que no es de extrañar si se contemplan las circunstancias de la época a nivel nacional. El siguiente cuadro muestra cómo quedaría conformada la realidad en el año 1865:



Cofradías y pasos existentes en el siglo XIX en Elche



Cofradía o paso Fecha de fundación


Sangre de Cristo 1581

Ecce Homo Desconocido

Jesús Nazareno Desconocido

Cristo Crucificado Desconocido

Cristo atado a la columna Desconocido

Santa Cena Desconocido

Santo Sepulcro 1852

La Oración en el Huerto 1854

Descendimiento de la Cruz 1856

San Juan y la Virgen 1862

Adoración de la Cruz 1862 (desaparecida)

La Samaritana 1864

Nuestro Padre Jesús de la Caída 1864

Negación de San Pedro 1865



Se asiste, pues, al auténtico despertar tanto de las cofradías como de la Semana Santa ilicitana, que ve cómo, con la creación de ocho agrupaciones nuevas, quedan completadas tanto las escenas que ilustran los Misterios de la Pasión como sus procesiones, pues no en vano en 1864 ya se asistirá a la forzosa creación de los traslados procesionales las tardes del Lunes, Martes y Miércoles Santo, reservándose de esa forma la tarde del Jueves y del Viernes para las procesiones propiamente dichas. Lógicamente, hubo ciertas disputas sobre el orden de los pasos, pues los últimos en llegar (San Juan y la Virgen, la Samaritana y la Caída) no habían sido bendecidos para la ocasión y, por tanto, los clavarios o presidentes de las restantes cofradías no veían con buenos ojos su participación ni en un traslado procesional ni en el desfile de Viernes Santo, por lo que deciden reunirse con el alcalde de aquel año, el arcipreste y el síndico municipal, acordándose enviar una carta al obispo Pedro Mª Cubero para que dictase la solución oportuna, quien les remite al maestro de ceremonias de la catedral de Orihuela, en cuya carta de respuesta, con fecha 11 de marzo de 1864, indicaba el orden que debía seguir la procesión del Viernes Santo:


"Después del pendón negro o morado, saldrá la Samaritana, detrás seguirá la Oración del Huerto, y sucesivamente Los azotes a la columna, el Ecce Homo, La Caída de Nuestro Señor Jesucristo, Jesús Nazareno en la calle de la amargura, San Juan Evangelista y la Virgen (si van en distintas andas, San Juan irá delante de la Virgen), la Crucifixión de Jesús, El Descendimiento de Jesús, el Santo Sepulcro y últimamente la Soledad de María Santísima".


Cinco días después de esa carta, tiene lugar otra reunión con los mismos participantes, dándose lectura a la carta del maestro de ceremonias y dictándose finalmente el recorrido que debían seguir cada uno de los pasos en su traslado procesional desde las respectivas parroquias y conventos hasta la iglesia de Santa María:


"La de la Oración del Huerto y la Samaritana, tenga efecto el Lunes Santo al anochecer desde la Iglesia del convento de religiosas de Santa Clara, por la calle del Mesón, puente de Ortices, Corredera, Plaza Mayor, Calle Mayor, calle de la Feria a la iglesia de Santa María, colocándose la Samaritana bajo del primer arco a la derecha y la del Huerto en el primero a la izquierda;
que el Martes Santo también al oscurecer se verifique la traslación de los pasos de la Caída, San Juan y el Descendimiento de la Cruz desde la iglesia del exconvento de San José de donde saldrá el paso de la Caída y vendrá a reunirse en la puerta del Arrabal con el de San Juan y la Virgen y el Descendimiento y continuará la procesión por la calle del Ángel, Solares, Salvador, Corredera, Ancha a la iglesia de Santa María en donde se colocarán San Juan y la Virgen en la capilla de las Ánimas, la Caída en la de San Felipe Neri y el Descendimiento en la de San Jerónimo;
y el Miércoles Santo al oscurecer se hará la traslación del paso del Santo Sepulcro y el de la Soledad, desde la iglesia del Salvador, por la calle de San Miguel, plaza de las Barcas, calle del Carmen, plaza Mayor, Corredera, Puente de Ortices, Calle del Mesón, Plaza de la Merced a Santa María
".


Evidentemente, muchas de estas nuevas cofradías iban unidas a los gremios, esas asociaciones de profesionales de un mismo sector cuyo origen debe ser buscado en los lejanos años de la Edad Media, a pesar de que en este siglo XIX viven un periodo de esplendor en base a la pujanza económica de la pequeña burguesía local, que ve en estas agrupaciones un destino favorable para todas sus aspiraciones tanto personales como espirituales. Desde luego buena parte del protagonismo es, como se ha indicado, de las cofradías y, por extensión, de los gremios que las hicieron posibles en primer lugar para otorgarse ese marco jurídico-profesional y, en segundo término, para honrar y venerar a un determinado pasaje bíblico-pasional. Es el caso, por ejemplo, de los hortelanos, que fundaron el paso de la Oración en el Huerto bajo la presidencia de Jerónimo Pomares, constituyéndose de esa forma una relación tan indisoluble que aún hoy perdura, de la misma forma que ocurre con San Juan y la Virgen, que fue creada en el seno de la hermandad de labradores.



En suma, puede decirse que este texto ha pretendido ahondar en la evocación del pasado de la Semana Santa de Elche y en la propia historia de nuestro pueblo. Rememorar lo que significaron tales años nos lleva, ciertamente, a retroceder a una de las etapas más importantes de la historia ilicitana y con ella a un periodo también pujante de la Semana Santa, pues el estrecho vínculo que ésta siempre ha establecido con la propia vida del pueblo hace que el progreso de uno sea el esplendor de la otra. De esta manera se entiende que la recreación de los años centrales del siglo XIX tenga un sentido más profundo que el recuerdo de una larga historia de unas corporaciones concretas de nuestra Semana Santa, pues la evocación de su creación nos induce a ver en ello un elocuente testimonio de un tiempo de apogeo y desarrollo. Así pues, este contexto favorable y de exaltación religiosa con el llamativo progreso experimentado por el pueblo explican que nuestra Semana Santa conociera una de sus etapas de mayor apogeo en el segundo tercio del siglo XIX, una etapa brillante en la que se reafirma la tradición, pero que a su vez se enriquece y renueva para alcanzar mayor grandeza y esplendor.

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